Él la había visto antes. Su pelo le había rozado el
cuello, sus labios habían calentado los suyos. Ella también, con sus manos
había dibujado tiempo atrás el seductor hoyuelo en su mejilla, y lo había mirado perdida en la niebla gris de
sus ojos pétreos. Ninguno de los dos lo recordaba. En el presente no
conservaban las mismas formas, pero un calor en el centro les devolvía como estrella
fugaz por unos segundos ese tesoro que añoraban, la memoria.
Se movían en todas
direcciones como mariposas pero median unas doscientas veces más. Eran una luz
incandescente, sin contornos ni líneas definidas. Hablaban en susurros y cada
letra era una nota. Algunos preferían el cielo, el azul volátil sin roces ni
volúmenes limitados. Otros, aun deseaban el verde del campo y vagaban en
alfombras de diferentes matices, a María le gustaba imaginar que podía
descansar su inconsistencia en un colchón de gardenias. Entre todas las que
había visto eran sus flores preferidas, eran para ella una nube de algodón,
nada más cercano al cielo en la tierra.
José, al pie de un
acantilado se sentía mortal, respiraba aromas que solo él lograba entender.
Podía volar sobre la inmensidad de aquel océano pero su centro se concentraba
en la orilla, en el borde. Cerraba los ojos y era humano otra vez. Se imaginaba
el viento bravo rompiendo en cada espacio de su cuerpo, sentía el peligro de la
muerte a un solo paso. Creía ver la sonrisa y sus parpados dormidos en un
rostro que alguna vez fue suyo. Así la encontró. El acantilado era su conexión
con ese mundo perdido y con ella. Esta vez en apenas segundos de haber empezado
su viaje, la luz de José encontró a María. La encontró en una pradera,
enterrada en gardenias. Más tarde la vio sobre el cemento gris de una avenida,
su imagen se reflejaba en el espejo de los edificios, pero la breve figura se
perdió en la oscura multitud.
La luz de María
brilló con intensidad y meciendo su inconsistencia entre las gardenias, por fin
lo vio. José sonreía sentado en la proa de un bote, la brisa le quitaba el
mechón caprichoso de sus ojos y la miró, con la intensidad de un siglo y la
fuerza de un tornado la miró para recordarla esa vida y todas las demás.
Los dos destellos abandonaron sus refugios secretos para
reunirse con el resto. Una legión de almas brillaba en la espera, batían sus
rayitos de luz ansiosos y se movían sin descanso. Debían sumergirse en un mar
negro y apagar su fuego, no sabían nada más. Simplemente entendían que vivirían
en el mismo espacio que las rodeaba,
pero tendría un significado, probarían “los
sentidos”. José y María, como si un rayo pudiera enlazar al otro, se combinaron
y se apagaron al ahogarse en el océano.
A él lo llamarían Romeo y a ella Julieta, y volverían a
encontrarse como siempre en un balcón. En otra vida serían Marco Antonio y
Cleopatra, y en la próxima Tristán e Isolda. Porque desde el origen de la
inconsistencia hasta el fin de la humanidad estaban condenados a encontrarse y
perderse eternamente.
MBV